Una vez cada cierto número de
años aparece un largometraje que nos hace vibrar de sentimiento y nos recuerda
la razón por la que algunos de nosotros nos enamoramos de esta gran quimera
llamada séptimo arte.
Temía que el hype hubiese sido inmerecido, que el aluvión de buenas críticas hubiese envuelto a esta película en un halo de perfección inalcanzable debido a la magnitud de las expectativas. Nada más lejos de la realidad. Este musical contemporáneo con sabor añejo ha superado la prueba con nota y ha demostrado que, cuando el cine está bien hecho, bien vale la pena gastarse el precio de una entrada para poder disfrutarlo en condiciones.
La La Land logra captar la
atención del espectador desde el primer instante con una radiante introducción,
rodada en un elaborado plano secuencia y digna del mejor musical de Broadway. Un típico
atasco en la autovía de Los Ángeles se transforma en un espectáculo de color y
ritmo en el que personas anónimas unidas por sus aspiraciones y ambiciones
bailan al son de la música con un objetivo común: el de cumplir su sueño.
Y es que el filme de Damien
Chazelle está hecho a medida para el soñador de a pie, aquel que aún alberga la
posibilidad de que algún día todas las piezas del puzzle encajen, y con ello,
toda esa ambición personal que tanto ansiaba se convierta en realidad. Sin
embargo La La Land no es sólo un bonito
envoltorio aderezado de música y una estética impecable. Esta película es mucho
más que eso, es un canto a los amores imposibles, una carta de amor a la meca
del cine, una invitación a enamorarse del Jazz y la música más viva, y sobre
todo un baile de emociones compartidos por el espectador y sus protagonistas.
Quizás el mayor mérito de esta
película sea que su inevitable componente nostálgico no le impide desarrollar
su propia personalidad, logrando así evitar que esta regresión se convierta en
una burda caricatura de las obras a las que trata de rendir homenaje. La La
Land nos invita a un viaje a lo largo de un año en las vidas de Sebastian y Mia,
permitiéndonos participar de su travesía amorosa a través de las estaciones y
jugando magistralmente con las elipsis narrativas.
Su insuperable comienzo sólo
queda eclipsado por su magnífico epílogo, ofreciéndonos un cierre perfecto a una
cuidada historia de amor, que a pesar de sus inevitables clichés logra evitar
ser predecible. ¿Acaso no es el cine un espejo de la vida que nos permite soñar? En ese caso la cinta de Chazelle es una experiencia onírica a todo color y un ejercicio de escapismo de la
realidad que, a su vez, nos la muestra sin pudor y de manera implacable.